Me lo dijo como se deben decir estas cosas a un hombre fuerte, a un responsable, y lo agradecí. No me mostró preocupación o dolor y traté de no mostrar ni lo uno ni lo otro. ¡Fue tan simple!. Además había que esperar la confirmación para estar oficialmente triste. Me pregunté si podía llorar un poquito. No, no debía ser, porque el jefe es impersonal, no es que se le niegue el derecho a sentir, simplemente no debe mostrar que siente lo de él, lo de sus soldados tal vez.
-Fue un amigo de la familia, le telefonearon avisándole que estaba muy grave. Pero yo salí ese día. (dijo el mensajero).
-Grave. ¿De muerte?
-Si
-No dejes de avisarme cualquier cosa.
-En cuanto lo sepa. Pero no hay esperanzas. Creo
Ya se había ido el mensajero de la muerte y no tenía confirmación. Esperar era todo lo que cabía. Con la noticia oficial decidiría si tenía derecho a mostrar mi tristeza. Me inclinaba a creer que no.
Sólo dos recuerdo pequeños llevé a la lucha; el pañuelo de gasa, de mi mujer, y el llavero con la piedra, de mi madre.
¿Era clemente o vengativo, o sólo impersonal como un jefe, el arroyo?. ¿No se llora porque no se debe o porque no se puede?. ¿No hay derecho a olvidar, aun en la guerra?. ¿Es necesario disfrazar de macho al hielo?.
Que se yo. De veras no sé. Sólo sé que tengo una necesidad física de que aparezca mi madre y yo recline mi cabeza en su regazo magro y ella me diga “mi viejo”, con una ternura seca y plena y sentir en el pelo su mano desmarañada, acariciándome a saltos, como un muñeco de cuerdas, como si la ternura le saliera por los ojos y la voz, porque los conductores rotos no lo hacen llegar hasta las extremidades. Y las manos se estremecen y palpan, mas que acarician, pero la ternura resbala por fuera y las rodea y uno se siente tan bien, tan pequeñito y tan fuerte. No es necesario pedirle perdón; ella lo comprende todo; uno lo sabe cuando escucha ese “mi viejo”.
A mis hijos:
Queridos Hildita, Aleidita, Camilo, Celia y Ernesto:
Si alguna vez tienen que leer esta carta, será porque yo no esté entre Uds.
Casi no se acordarán de mí y los más chiquitos no recordarán nada.
Su padre ha sido un hombre que actúa como piensa y, seguro, ha sido leal a sus convicciones.
Crezcan como buenos revolucionarios. Estudien mucho para poder dominar la técnica que permite dominar la naturaleza. Acuérdense que la Revolución es lo importante y que cada uno de nosotros, solo, no vale nada. Sobre todo, sean siempre capaces de sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo. Es la cualidad más linda de un revolucionario.
Hasta siempre, hijitos, espero verlos todavía. Un beso grandote y un gran abrazo de Papá.
Palabras escritas por Ernesto Guevara, El Che, en diferentes momentos de su vida. Horas antes de enterarse del fallecimiento de su madre Celia y cuando la cosa se puso complicada ante la posibilidad de su propia muerte.
Palabras de vida y muerte. Escritos que quedarán para siempre entre nosotros, a 51 años de su desaparición física, para seguir recordándolo también, como un gran poeta y escritor. Aunque sea de sus propias vivencias y sentires, sus propios diarios… y como si fuera poco lo que hizo, también nos dejó su pluma con su letra ilegible de médico…
En el combate de Quebrada del Churo, el Che fue herido de bala en su pierna izquierda, hecho prisionero junto con Simeón Cuba Sanabria (Willy) y trasladado a La Higuera donde fueron recluidos en la escuela, en aulas separadas. Allí colocarían también los cadáveres de los guerrilleros muertos. Entre las pertenencias requisadas por los militares estaba el Diario que el Che llevaba en Bolivia.
El 9 de octubre de 1967 por la mañana el gobierno de Bolivia anunció que Ernesto Guevara había muerto en combate el día anterior. Simultáneamente llegaron el coronel Joaquín Zenteno Anaya y el agente de la CIA Félix Rodríguez. Poco después del mediodía el presidente Barrientos dio la orden de ejecutar al Che. Fue el agente Rodríguez quien recibió la orden de fusilar a Guevara y quien la transmitió a los oficiales bolivianos, así como fue él también quien le comunicó a Guevara que sería fusilado. Antes del fusilamiento, Félix Rodríguez, agente encubierto de la CIA lo interrogó y lo sacó del aula para tomarle varias fotografías, las últimas en las que aparece con vida. El propio Rodríguez relata ese momento de este modo:
“Dudé 40 minutos antes de ejecutar la orden. Me fui a ver al coronel Pérez con la esperanza de que la hubiera anulado. Pero el coronel se puso furioso. Así es que fui. Ese fue el peor momento de mi vida. Cuando llegué, el Che estaba sentado en un banco. Al verme dijo: «Usted ha venido a matarme». Yo me sentí cohibido y bajé la cabeza sin responder. Entonces me preguntó: «¿Qué han dicho los otros?». Le respondí que no habían dicho nada y él contestó: «¡Eran unos valientes!». Yo no me atreví a disparar. En ese momento vi al Che grande, muy grande, enorme. Sus ojos brillaban intensamente. Sentía que se echaba encima y cuando me miró fijamente, me dio un mareo. Pensé que con un movimiento rápido el Che podría quitarme el arma. «¡Póngase sereno —me dijo— y apunte bien! ¡Va a matar a un hombre!». Entonces di un paso atrás, hacia el umbral de la puerta, cerré los ojos y disparé la primera ráfaga. El Che, con las piernas destrozadas, cayó al suelo, se contorsionó y empezó a regar muchísima sangre. Yo recobré el ánimo y disparé la segunda ráfaga, que lo alcanzó en un brazo, en el hombro y en el corazón. Ya estaba muerto.”